Nosotros, la manada (por Armando Borgeaud)
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Nosotros, la manada (por Armando Borgeaud)

Hace casi exactamente un año, en Córdoba, un grupo de jóvenes surfistas violó en manada a una chica de 14 años. Ese terrible acto motivó el artículo que ahora decidimos volver a publicar, debido a algunas características similares de aquel ataque con el ocurrido en Villa Gesell que culminó con el feroz asesinato de Fernando Báez Sosa. Entendemos que algunas de las reflexiones que se ensayan en este texto sirven a la intención de echar un poco de luz, si realmente fuera posible encontrar explicaciones racionales, a las causas de esta indetenible violencia que amenaza con devastar la sociedad de la que formamos parte.

Dibujo de Carlos Alonso para la edición de El Matadero (2006)

Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales.


Fragmento de El Matadero, de Esteban Echeverría (1840)


El horror y la luz del día


Los hechos que se conocen por la prensa y trascendidos hasta ahora. En la madrugada del 1 de enero, cinco jóvenes de entre 21 y 23 años, alcoholizados, violaron a una chica de 14 en su carpa del camping El Durazno de Miramar, donde todos, ellos solos y ella con su madre y su padre, habían llegado desde Mar del Plata, donde están radicados, a recibir el nuevo año.


Los jóvenes son surfistas, eso se supo también entre toda la información que fue apareciendo entre las fotografías, siempre más atrayentes, más impactantes, disparadoras de esas sensaciones que enseguida parece permitirnos abrir un juicio sobre cualquier cosa. Las inmediaciones del camping de noche tomadas por un celular: los faros de un auto detenido frente al muro circundante del lugar, alumbrando siniestramente con destellos rojizos la superficie lisa, con esa inevitable referencia al fuego de una hoguera que hace sobresaltar por lo que se sabe que ocurrió del otro lado; los imputados saliendo esposados, los rostros mudos, custodiados por policías que los suben del brazo al ómnibus rumbo al juzgado; los familiares, padres, madres, hermanos, amigos que se nota han llegado de apuro desde la ciudad cercana donde viven, y se han agrupado solidariamente como para mitigar la angustia de los detenidos y demostrar la decisión con la que enfrentarán la situación, se cruzan de brazos apoyados en las barandas y escaleras de las dependencias del edificio donde los acusados estuvieron detenidos durante las primeras horas. Algunos, se sabe, han insultado a los periodistas de los medios que llegaron a cubrir el caso alegando la inocencia de los jóvenes, negando la violación, poniendo en duda la moralidad de la nena de 14 años que sus padres, suponen los familiares y amigos de los agresores a los gritos, debieron cuidar esa noche de festejos y alcohol sin límites. Provocan a los cronistas para que regresen cuando todo se aclare y la verdad ya no sea tan atractiva para ser publicada, espetan airadamente con más desesperación que indignación justificada.

Lo mejor de cada casa


Nacieron entre 1995 y 1997, en la crepitante era menemista, cuando ya se había desguazado el estado deficitario, supuestamente culpable de todos los males argentinos, y una parte importante de la clase media que había logrado sobrevivir, aunque perdiendo una tajada de su prosperidad, estaba convencida de que ya éramos parte integrante del primer mundo, con ese entusiasmo exultante con que abordamos cada comienzo de etapa que seguramente esa sí, será la que definitivamente nos elevará del pozo de nuestra historia.


Seguramente, esos recién nacidos en Mar del Plata, una ciudad que históricamente sufre como pocas los barquinazos económicos con sus consecuencias de alta desocupación, cierre de comercios y aumento de los niveles de pobreza, llegaron a hogares dotados, según se percibe exteriormente, de las condiciones básicas que requiere un habiente contenedor, donde no faltaron los medios imprescindibles para una subsistencia acomodada en todos los aspectos: vivienda familiar, salud, educación, esparcimiento y familias constituidas, más allá de la situación especial de cada caso, relaciones de padres y madres estables o no tanto, grupo parental pequeño o grande, con uno o dos de los progenitores en la crianza, con abuelos ejerciendo roles activos a causa de los distintos avatares que la vida presenta sin previo aviso.


Porque ninguna de estas cinco familias de donde provienen los acusados de la violación, son pobres, no viven en villas o asentamientos, y, además, se puede inferir, la mayoría es propietaria, posee educación secundaria, en buen número universitaria y, muy probablemente, en promedio claro, son dueños al menos de un automóvil para trasladarse de acuerdo a sus ocupaciones profesionales, comerciales, docentes o administrativas.


Desde que estos cinco jóvenes nacieron, padres y madres, se podría asegurar, han destinado poco tiempo para todo lo no relacionado con la manera de obtener o no dejar de obtener el dinero imprescindible para vivir en la Argentina descripta más arriba, donde el futuro resulta más incierto que en cualquier otro lado del mundo.


Es casi seguro que los cinco chicos no hayan cumplido juntos los ciclos escolares. Tal vez este programa de recibir el año nuevo en el camping de Miramar los haya reunido por azar, conocimiento circunstancial en el club donde practican el deporte que los une, o alguno de esos imponderables que a veces reúnen a la gente y que en la juventud son mucho más probables de ocurrir que cuando se tiene más edad y resulta más arduo sumar amigos con los cuales organizar un viaje en poco tiempo.


Tampoco es muy disparatado pensar qué, por la explosión de escuelas privadas en la década del 90, casi todos los hoy imputados hayan concurrido a alguna de esas instituciones, accesibles o selectas, según las posibilidades económicas de cada familia, pero con la comodidades que pretendemos los padres dispongan nuestros hijos para aprender, esas que muchas veces nos faltaron a quiénes como sus padres, nacimos entre la década del 50 o 60, cuando la escuela pública era la única alternativa de calidad donde estudiar, a pesar de la infraestructura deficiente.


Hasta aquí hemos venido recorriendo la supuesta línea de tiempo de estas vidas de la mano de la lógica, guiados también por la experiencia propia de pertenecer más o menos a la misma generación de esos padres y haber coincidido en el país y en el cambiante mundo global que ellos.


El trecho que resta atravesar hasta llegar con esos 5 muchachos a la madrugada del 1 de enero y encontrarlos borrachos y violando u observando pasivamente como los demás lo hacían, a una menor de edad, en una carpa escabrosa, es un espacio siniestro e irrespirable en el que las preguntas de cualquiera, más allá de su condición social, educación, creencia religiosa o ateísmo, se agolpan en la conciencia donde la indignación cede paso enseguida a la incredulidad y por fin a la vergüenza y a la desazón de pertenecer al género humano.


“Cuál es la imagen de mujer que fueron construyendo desde que tuvieron la capacidad de pensar en soledad, frente al espejo, o al amparo de la mirada y el contacto con madres, abuelas, tías o vecinas”.


“Cuál fue el sueño de amor que despuntó en sus corazones en el amanecer de la pubertad, cuando nace la ilusión de compartir los primeros anhelos con los ojos de la imagen que de pronto abarca el universo. Cuál fue el ideal de mujer que se animaron a desear como el sabor de una fruta delicada”


Cuál fue el paisaje familiar que les faltó, esos momentos ensoñados que impregnan nuestra memoria para siempre como la revelación más transparente de la Felicidad: reunidos en un patio, a la orilla del agua, alrededor de una mesa poblada de voces queridas al atardecer, sentados sobre los hombros seguros de padre, oteando árboles vecinos, durmiendo despaciosamente en brazos de madre, Borges destacaba ese brevísimo momento cuando la conciencia va ingresando imperceptiblemente al sueño, como uno de los mejores momentos del día, mientras las incomprensibles conversaciones de los adultos se confunden con el pitar de los trenes lejanos de acuerdo al viento o el regular de los motores de los barcos remontando el Paraná bajo la luna grandiosa.


Resulta atractivo dejarse llevar por la idea de que en momentos como esos es cuando nace una buena persona. Y tal vez sea cierto.


Ahora, detenidos por la investigación y tal vez luego por mucho tiempo más, es probable que estos cinco rostros miren largamente por alguna ventana, aún en el infierno las debe haber como símbolo de secreta esperanza, buscando en la luz de un cielo enrejado, contestaciones a preguntas que únicamente existen dentro de ellos y que tal vez les lleve años poder responderse sin engaños.


No es posible saber el grado de perversidad que existió en algunas de esos hogares, la imaginación queda siempre corta frente a las barbaridades que se cometen en nombre del amor, como decía el director de cine sueco Ingmar Bergman, que algo supo de maltrato y desamor durante su infancia.


Es tan obvio deducir que estos hijos han sabido de abandonos; han sido testigos de padres y madres cuyas parejas habían terminado para siempre pero que continuaban juntos únicamente por interés económico; fueron víctimas de ese, muchas veces sutil, otras no tanto, maltrato verbal y a menudo además físico, situaciones que no dejan de salir a la luz cada vez con más fuerza desde hace unos años, gracias al crecimiento de la concientización de amplios sectores, y que la prensa definió escuetamente como violencia de género para simplificar una problemática tan compleja y dolorosa.


Es tan fácil entender que el dinero, el consumo sin límites como una sed infinita, la competencia como la necesidad del aire para respirar en esa sociedad a la que se aspira pertenecer, el desprecio por los que quedan en el camino de la ambición que no concibe la idea de solidaridad, tiñe como una mancha sin control las sensaciones que la memoria cada tanto nos trae desde algún lugar de la conciencia: los valores humanos más elementales que hacen a la vida digna de ser vivida.


Habrá alguien de ese grupo humano conformado por los hijos imputados, familiares directos e indirectos, amigos, allegados, conocidos, a los que podríamos sumarnos todos nosotros, conciudadanos, periodistas, personas de todo tipo, que a la manera que lo hacía Hannah Arendt en su reflexión sobre los crímenes nazis, se pregunten, nos preguntemos sin miedo, teniendo en cuenta que se trata de un delito incomparable con aquellos a la humanidad, pero no por eso evita que nos sintamos devastados cada vez que suceden:


Cómo fuimos capaces de hacer esto

Cómo fuimos capaces de permitirlo

Cómo fuimos capaces de no advertir que podía suceder

Cómo somos capaces de no reconocerlo

Cómo somos capaces, aunque parezca mentira hay quien lo hace, de justificarlo

Cómo seremos capaces de evitar, entre todos, que vuelva a suceder


La insoportable imposibilidad de decir NO

Dibujo de Carlos Alonso para la edición de El Matadero (2006)

Hace bastante que buscaba el momento de expresar lo que siento como una equivocación, al menos parcialmente, en la crianza de nuestros hijos, de la generación de padres a la que pertenezco. Aquellos que nacimos entre mediados de la década del 50 y el 60, esos que la historia denomina Baby bommers: abanderados de la libertad individual, revolucionarios de la música y el arte moderno, simpatizantes de varias experiencias políticas utópicas que derivaron en autoritarismos; estudiosos, disciplinados, curiosos, aunque siempre con un ojo atento al becerro de oro.

En realidad, no estoy muy seguro, en realidad estoy seguro de lo contrario mientras escribo, de que sea esta la oportunidad más apropiada de exponerlo, teniendo en cuenta el tema central del artículo. Sé que me costará más oposición de amigos y conocidos aún de la que recibo en cada sobremesa en la que pongo a consideración estas ideas en soledad frente a padres colegas de mi edad que de ningún modo se sienten responsables de los supuestos errores cometidos que trataré de detallar a continuación. Es más, algunas veces, lo que yo considero actitudes y comportamientos criticables, ellos los destacan como éxitos en la formación de nuestros hijos. En otros, proyectan la responsabilidad de esas falencias al tiempo que nos ha tocado vivir, la globalización y, especialmente, a la falta de expectativas que el futuro viene prometiendo o justamente, negando, a nuestra prole, como consecuencia de los vertiginosos cambios tecnológicos de las últimas décadas.

Entiendo que nos hemos equivocado en ejercer algunos de nuestros deberes, especialmente si los comparo con nuestros padres a quienes por mucho tiempo hemos considerado ignorantes y menos creativos que nosotros y es hora de pedirles perdón. Por eso mismo nos preparamos para la crianza de los nuestros imbuidos de las obras de Freud, estudios sociológicos, ensayos filosóficos e históricos, largas conversaciones de café, como un reaseguro ante el riesgo de repetir los atropellos contra la libertad que creíamos haber sufrido nosotros.


Atropellos tales como recomendarnos limitar nuestros deseos a lo posible; guiarnos para adquirir el hábito de estudiar con pasión y dedicación el tiempo que hiciera falta, acompañados con su presencia, para conseguir los logros que deseábamos alcanzar. Diversificar nuestra cultura artística en general infundiéndonos el deseo de descubrir que en el pasado hay una larga tradición de creadores imprescindibles para obtener una mínima impresión de la cultura humana y para entender, desde la humildad que incuba el conocimiento y la curiosidad, el maravilloso y complejo mundo al que nos trajeron. Para que comprendiéramos, en suma, que no habíamos llegado a inaugurar la historia con nuestro milagroso advenimiento, como parece expresar la mayoría de las nuevas generaciones al restringir su interés a la inmediatez que brinda la tecnología del entretenimiento.


Pero lo que entiendo que verdaderamente no supo nuestra generación fue decir no al incremento exponencial del consumo de alcohol a nuestros hijos, alentado por la publicidad de las compañías fabricantes de cerveza, especialmente, con la complicidad de un estado amoral; al increíble cambio de hábitos que generó el trastoque de los horarios de los espacios de diversión nocturnas y que ni siquiera las legislaciones pudieron revertir a condiciones normales. Fuimos indulgentes con el consumo de drogas aparentemente inocuas, con esa pasividad cómplice de los que prefieren mirar para otro lado o pasarle exclusivamente la responsabilidad a la falta de control de las fuerzas de seguridad y los organismos de control del estado que sin ninguna duda tampoco estuvieron a la altura de las circunstancias.


Eso hicimos como padres, en síntesis, mirar para otro lado para nunca tener que decir que no en voz alta. Apenas sugerir advertencias sin mucho convencimiento que nuestros hijos, la mayoría de las veces tomaron en cuenta a medias, o cuando lo hicieron seriamente fue porque se enfrentaron con las consecuencias anticipadamente, como suele ocurrir en la vida real.


Fallamos al no enseñarles, tal vez porque en el fondo nosotros también no quisimos comprender, que la Argentina no es el país rico que construyó el mito liberal nacionalista, sino un extenso territorio despoblado, con escaso desarrollo industrial, dependiente de la producción agropecuaria como desde sus orígenes y conducida por una histórica clase dirigente, política, gremial y empresarial compuesta mayoritariamente por ladrones e incapaces dispuestos a depredar lo que les llega a las manos, una y otra vez, presurosos de que la debacle final, tantas veces anunciada, alguna vez acabe en serio con nuestra existencia como sociedad y ya no quede nada para repartirse.

Seguramente aciertan esos padres colegas que desde ahora querrán comerme el hígado, además, por mi pesimismo, cuando atribuyen a los cambios de paradigma de un mundo vertiginoso y sin certezas, la confortable extensión de la adolescencia de un grupo de nuestros hijos, que en muchos casos llegan a los treinta años o más allá, sin la menor idea de lo que quieren para sus vidas, mientras continúan dependiendo económicamente, total o parcialmente, de sus comprensivos progenitores que, pasados los 60 años largos, según los casos, continúan trabajando con una pasión que sus hijos muchas veces son incapaces de imitar por aquel principio físico de la madre naturaleza: la ley del menor esfuerzo.


Seguramente acierten también otro tanto quienes invitan a revisar el pasado confiados en que finalmente las fuerzas del mundo, de Dios, o del azar, harán lo suyo para que ellos alcancen a desarrollarse plenamente, trabajando y estudiando menos que sus culposos progenitores. Un compañero de trabajo hace años solía repetir en los momentos en que los problemas de nuestro grupo parecían irresolubles: “cuando el carro empieza a andar, los melones se acomodan solos”. Tal vez este sea el axioma preferido de los optimistas incorregibles, mis colegas padres, a los que en mis peores momentos suelo definir como simples negadores de una realidad que me a mí me suena inexorable.

Final esperanzado


Por último y no por eso menos importante: entre nuestros hijos hay jóvenes brillantes, trabajadores, honestos y aún más cultos, creativos y aún más lúcidos que los viejos en retirada como yo. Jóvenes, esos hijos nuestros, educados en los valores de la defensa de la vida que serían incapaces de cometer un crimen como el del camping de Miramar y que están dispuestos a luchar, cada uno desde donde le toca, para que actos como este o similares, no se repitan nunca más. A ellos, a la esperanza de su realización plena, van dedicadas estas reflexiones.

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