Máquina SchiavettaEscritos detrás de las fotos
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Máquina Schiavetta: Escritos detrás de las fotos

Una imagen, dos interpretaciones literarias. Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Dos en una


Como se puede ver enseguida, al principio fue una sola casa; la puerta al medio de las dos habitaciones a la calle, un patio delantero bastante grande para lo que es el terreno, una vereda ancha con un pedazo verde donde la señora Delia, sus hijas vivieron con ella hasta que se fueron de Zárate a buscar trabajo, plantó dos rosales y los cercó con un alambre tejido por los perros, las pisadas distraídas, la maldad de los envidiosos que nunca faltan.

Pero el tiempo pasa y cuando ella comenzó a perder la memoria y ya no pudo manejarse sola, las dos hijas decidieron volver a la casa. A ninguna le iba muy bien en Buenos Aires alquilando habitaciones de mala muerte y ganando para sobrevivir como mucamas en Barrio Norte. En Zárate se habían instalado Quilmes y Toyota, además de las plantas químicas en el parque industrial, y las contratistas de limpieza prometían empleo seguro a dos minas laburadoras como ellas: igualitas como gotas de agua a Delia, orgullosa de haberlas criado bien derechas, ella solita, trabajando por hora en casas de familia.

Bravas y lindas las morochas, rectas como mimbres las dos y muy parecidas las miradas, los gestos, la forma de andar. Vaya a saber si esas maneras idénticas, no fueron de a poco reflejando los principios inculcados como a un único ser; con severos retos, o hasta palizas cuando hizo falta, que la mujer justificaba recurrentemente, cuando recuperaba la calma, por la ausencia de un padre que colaborase, los nervios por la plata que nunca alcanzaba, y principalmente el terror a que por su mano blanda salieran ladronas, mentirosas o putas.

Así fue que cuando Julieta y Ofelia regresaron a la casa celeste a cuidar a su madre que apenas las reconocía con una sonrisa aguada cuando volvían de trabajar. Las dos lograron conseguir turnos distintos en la Bayer donde ingresaron juntas para no superponer sus ausencias, confirmando por si hacía falta que eran incapaces de robar, decían siempre la verdad y mantenían alejados a los hombres, al menos en el ámbito laboral y en el vecindario.

Y fue justamente la severidad con que cada una vigilaba sin descanso la honestidad a su alrededor, parecida a esa obsesión de algunas personas con la limpieza de sus manos que las lleva a lavárselas a cada rato aunque estén bien limpias o tal vez por eso mismo, que un hecho aparentemente sin importancia, ocurrido pocas horas después de la muerte repentina de Delia, las separó con la rapidez implacable y fría de un disparo. La desaparición del reloj pulsera del padre ausente, que un día se fue de las tres vidas sin aviso, y que las tres veneraban como un recuerdo vital de aquel breve lapso de familia completa. Apenas una hora de búsqueda infructuosa, cada una por su lado, puso en la cabeza de las hermanas que la otra lo había sustraído para su propia memoria, ya que bastará decir que se trataba de una máquina de acero inoxidable sin valor material y que para peor había dejado de funcionar poco después de la huida de su dueño.

Eso hizo que la casa celeste que usted ve se transformara en dos, con todo lo que hizo falta: una pared dividió la construcción en mitades, un alambre hizo lo mismo con el patio, único lugar donde no podían evitar verse si coincidían en lavar en los fondos o regar las plantas que eran casi las mismas a cada lado, las dos rejas para resguardar las motos de cada una.

Ni siquiera pudo romper el caparazón de semejante enemistad, Doña Rita, la dueña de la despensa de la esquina donde todo el barrio iba a comprar de urgencia, cuando apareció con el reloj. Al borde del llanto, la mujer, grande como un oso, golpeó las manos. Las dos hermanas escucharon simultáneamente, la explicación a borbotones de la figura llorosa que sostenía la reliquia con dos dedos de la mano derecha como a un ratón aplastado: parece que la última vez que Delia fue al negocio, dejó escondido, sin que nadie la viera, en una lata de galletitas, el famoso objeto del que toda la cuadra hablaba desde hacía mucho, envuelto en un pañuelo celeste. Ayer mismo ella lo había descubierto cuando revisaba los estantes para hacer el pedido. Apenas diez segundos de silencio bastaron para que las dos puertas blancas de la casa celeste se cerraran con la misma fuerza negadora, y el reloj se hiciera añicos sobre la vereda al desprenderse de la mano desmayada.

Una historia como música silbada


Era época de otras costumbres. Los hombres comenzaban a los 16 o 17 años, se ponían los pantalones largos, conseguían un trabajo en el frigorífico, empezaban el ahorro, tramitaban préstamos bancarios para comprarse un terreno. Allí construían la que iba a ser su casa donde vivir con su novia hasta que la muerte los separara. En esos trámites pasaban algunos años, no demasiados, y casi siempre recibían ayuda de parientes, amigos.

Según parece, fue un tal Adrián Grieva quien apareció allí como primer colonizador de un lugar lleno de pájaros, mariposas, algunos perros, no tantos gatos, y hasta sapos porque corría agua por unas zanjas que se ensanchaban cada vez que llovía. Este muchachón de pelo rojo y ensortijado ya tenía empleo en la fábrica de caramelos de Fistater y una novia, Margarita, que hacía juego con su estatura más bien petisona. Se mudaron ni bien quedaron presentables la cocina, un dormitorio y el baño.

A los dos meses dicen que se quedaron solos en el mundo, cuando los padres de ambos decidieron volverse a Europa porque “no se hallaban” en estos aires. Querían intentar envejecer en donde habían nacido. Cuando los nazis comenzaron su plaga los asesinaron en un campo de concentración. Adrian y Margarita ya tenían un hijo, Martín, y se enteraron mucho después por voces de voces de chismes que les llegaron desde Polonia.

Entre tangos y milongas, informativos, anuncios comerciales de músicas pegadizas, pasaron la guerra, los años. Margarita consiguió empleo en la farmacia Silvetti, que si la memoria no me falla había sido vendida a Don Molo. Adrián entró a la Siam junto a Ocho Cilindros, al Pelado Corcuera, a Rayo Paz, el padre del Pesadilla, tan rápido con la pelota como su hijo, pero más jodón, si cabe. Fue por entonces que Margarita enfermó de tuberculosis y murió. La casa ya tenía otro dormitorio, dos construcciones vecinas, el pilar de la luz como centinela urbano. De rejas, minga. Y el gas natural creo que nunca fue soñado. Ese techo improvisado al costado, habría desencantado al pobre viudo.

Un miércoles 1 de mayo, se fue de la Siam y empezó a vivir de lo que le gustaba: afilar tijeras, cuchillos, arreglar paraguas y sombreros. Martín estudiaba en el Nacional, Grieva, entre trabajo y trabajo, gustaba de caminar, mate en mano, por las habitaciones cantando en voz baja las milongas de Vidal que tanto le gustaban a su Margarita. Muchos vecinos le acercaban sus paraguas de tela rasgada o varillas vencidas, y se había hechos fama de buen sombrerero, de la talla de Di Pietro, con quien solía jugar al truco cada sábado de lluvia, para no enloquecer de recuerdos.

Cuando se recibió, Martín arregló la construcción, se hizo la entrada independiente que todavía está. Adrián entendió que el presente lo pechaba, fue arrinconándose en la cocina de la casa que se ensanchaba para lo que venía. Todavía el pavimento era una amenaza para los sapos, aunque no iban a durar mucho, rodeados de progreso. Se casó con la menor de las Hernandez, hija del Garufa, aquel que atendía el bar del Club Pineral. Ni bien nació Adela, su padre lo llamó para darle la única, inesperada herencia: una colección de figuritas de los caramelos Fistater, hecha a mano por sus manos, y una colección de estampillas que creía valiosas.

Murió poco después. La casa mostraba un jadín a lo largo del frente. Años más tarde Martín, su mujer y Adelita se mudaron a Escobar. La casa fue alquilada, quedó como una boya del pasado, llegó el pavimento, el gas natural, un cierto abandono entre uno y otro inquilino, las rejas, el cemento, la pintura azul. Aunque nadie lo sabe, guarda en un rincón inexplorado la última tijera afilada por Adrián Grieva, que solía entibiarle las tardes cantando milongas que muy pocos recuerdan.

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