Máquina Schiavetta: Escritos detrás de las fotos (Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud)
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Máquina Schiavetta: Escritos detrás de las fotos (Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud)

Una imagen, dos textos que demuestran la libre interpretación de los escritores.

Consecuencia

Diana se aparta un mechón de sombra sobre la frente. Los ojos brillan con un punto de luz que apenas si los cruza. Es la luna llena a través de la ventana, de los árboles demasiado sólidos para esta hora de la mañana. Serán las cinco y cuarto, como mucho. 


Sus manos juegan con si mismas, sin tocar la mesa. El pocillo insiste con ser blanco y sin embargo cualquiera se resiste a creerlo, tan común, tan opaco, tan de boca abierta entre una y otra acción.


Estamos sentados dentro de la cocina de esta casa que nunca será del todo nuestra. En verdad, está sentada ella. Por mi parte casi no me veo en esta foto que no existe. Soy un espectador de sus gestos. Nunca he sido nada más que eso. Diana, su frente, la luna sobre sus ojos, el pocillo en la madrugada tuerta de porcelana.


Inmediatamente antes del movimiento, pienso que esta vez fue la última, que podremos tomar el colectivo y disolvernos. Entonces Diana me mira, se levanta, va hacia la puerta, allá adelante. Yo levanto la valija, la sigo. Queda el pocillo enfriándose y las consecuencias de nuestros actos.


Cámara en mano

La imagen sin sonido muestra, desde el asiento del acompañante, el parabrisas salpicado. El auto avanza dificultosamente por los huellones brillantes de una calle de barro aún fresco, iluminados por un sol pálido desde un cielo que se adivina nublado. Atardece y es un día frío en el que ha dejado de llover hace unas horas. Desde la ventanilla del que filma, más limpio que el parabrisas, un hombre viejo, blanco en canas, sentado en una silla de paja en la puerta de una casita de madera y chapa, envuelto en un poncho marrón claro, levanta la mano y su  gesto es amputado por el movimiento del vehículo. El auto maniobra para estacionar detrás de un camión tanque. Delante de ése hay varios más parecidos, con las osamentas sucias inclinadas hacia la zanja que corre a lo largo de una probable vereda que los yuyos altos no dejan confirmar. Hay movimientos bruscos desde el cielo raso del auto a los zapatos de seguridad embarrados del camarógrafo que descienden del coche. Es un Renault 4 de color rojo. Por unos segundos, el techo parabólico de chapa, sin terminar, desde donde cuelga un pasacalle de tela blanca que abarca el frente y donde se lee en letras negras: Hoy asamblea, 18 horas, ocupa el cuadro un minuto largo.  


Tres grupos de hombres grandotes que se parecen mucho, vestidos con  camperas azules, esperan en el amplio playón con piso de portland que antecede a la entrada hacia el interior del lugar donde se realizará la reunión. Fuman, ríen, se dispersan cada tanto cuando alguno parece decir dice algo que causa gracia al resto, pero enseguida recuperan el círculo original. Cuando descubren que desde hace unos minutos los están filmando, algunos hacen la v de la victoria, otros levantan el dedo anular riendo provocativamente, el resto mira para otro lado.  


Un portón corredizo se abre completamente y un guardia de seguridad privada uniformado controla las credenciales de los afiliados. La mano del hombrón oscurece la imagen por unos segundos y deja para lo último al que filma que también extiende un  carnet ante la mirada cuidadosa del guardia. Luego, hombre y cámara inician el viaje hacia la penumbra rojiza de un pasillo largo que desembocará en una cancha de basquetbol embaldosada, en la que varias hileras de sillas de chapa son rápidamente ocupadas por las anchas espaldas azules que se mueven alegremente. 


La cámara se ubica en la segunda fila, lado del pasillo central que separa las dos alas de asientos de los concurrentes. Desde allí se distingue bien, sobre un estrado no muy alto, la mesa larga de madera desnuda sobre la que hay dispuestos un pocillo de café y un vaso alto con agua. Alrededor de la tabla, varias sillas, una al lado de la otra, parecen custodiar con sus asientos vacíos lo que allí ocurrirá. De pronto, por una puerta pequeña que se abre al fondo, aparece un hombre de unos sesenta años, sonriente, de bigotes y campera azul, idéntica a las que visten la mayoría de los presentes. 


Manos aplauden con distinta intensidad, algunas sostienen cigarrillos entre los dedos gruesos hasta que el hombre allá arriba levanta los brazos. Hay humo de parrillas en el ambiente cerrado que dificulta distinguir bien en la luz de los focos demasiados altos. 


La pistola asoma su lomo en el rectángulo que recorta la mirada y nadie parece descubrirla hasta que el disertante se derrumba sobre la mesa volcando el vaso y el pocillo que parecen arrastrados por un vientito absurdo 


La cámara cae el piso y queda enfocando las patas de una silla volteada por el tumulto que se intuye en los zapatones que atraviesan, como animales espantados, ese rectángulo que no deja de mirar como un idiota.    


( para el personaje del viejo que saluda en la vereda, estoy pensando en mi suegro, lo único que no es canoso, pero eso se arregla, para el sindicalista que cae muerto, me parece que el peluquero Antonio, que me contó que de joven fue actor con Trupia, puede andar, de choferes pueden hacer los choferes de algunas de las empresas de por acá, que por unos mangos se van a divertir un rato, las camperas las conseguimos por canje y de vigilador lo llamamos a Mingo, que está jubilado y es cabrón, no necesita actuar,  mangueamos un uniforme y listo, nos faltaría el Renault 4 rojo, pero puede ser el que venga, de camarógrafo hago yo y canchas de básquet hay miles, lo demás es fácil)  

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