Máquina Schiavetta: Escritos detrás de las fotos 2
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Máquina Schiavetta: Escritos detrás de las fotos 2

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Punto de Partida

Siempre con ese gesto, el mundo entre las manos, mi tío Lalo. Que ni se llamaba así ni era pariente, pero a quien le importa la verdad según repite, antes de irse a las carcajadas, el abogado Retalier cada vez que me viene a ver para cobrar el embargo.

Lalo fue siempre mi tío porque así lo llamaban mis viejos, y su verdadero nombre lo supe muchos años más tarde cuando solamente era una verdad amarillenta. Para mí será siempre el canoso grandote que vendía artefactos eléctricos en su negocio de la calle Ubaldo Fernandez, el que me subía al mostrador llamándome sobrino favorito, el que cerraba la cortina metálica aferrado a una gruesa cadena, para después acompañarme a casa donde cada tanto cocinaba guiso de lentejas para todos, su especialidad, entre mil historias contadas con su voz baja.

Cada relato era apasionante: una mujer muy alta que sabía cantar los colores del arco iris y en Brasil, donde estaba sin saberse por qué, transformó en aire tormentoso al Gordo Bogo para no verlo sufrir. O el Muchila Degese, capaz de arrancarse las muelas cariadas con una pinza por no ir al consultorio del dentista que lo aterrorizaba. O la odisea del Poste Jaruna que llegó al polo Norte en bicicleta y murió congelado entre las mandíbulas de un oso. Dos irlandeses que intentaron rescatarlo contaron la hazaña. Mi padre festejaba la situación con una sonrisa y palmadas en aquellos hombros, mientras mi madre subrayaba lo asombroso de semejantes anécdotas.

Lo mejor venía cuando íbamos al fondo y Lalo, parado entre los fresnos, me pedía que le pateara penales con la pelota de goma. Nunca pude hacerle uno. Su alargada figura retenía la pelota sin esfuerzo. Entonces reía corto y lanzaba alguna de sus sentencias: “Nunca te desanimes porque las cosas no salen bien de entrada. Estudiando el tema vas a encontrarle la vuelta.” “El peor enemigo es uno mismo ” “Antes de opinar, fíjate bien ”. “La boca cerrada evita errores”.” La boca abierta sirve para comer y seducir con lo que suena verdadero, aunque rara vez lo sea”

Aún sin la pelota, el tío apretaba al mundo con su gesto. Invencible en sus razonamientos, certero en cada sentencia, vencedor en cualquier circunstancia. Fui muchas veces a su negocio para contarle los que por aquella época eran mis enormes problemas. Nunca se burló. Estudiaba la cuestión mientras atendía a diez clientes y después me ofrecía su solución con una sonrisa. Esa actitud me aliviaba y hacía desvanecer mi preocupación entre las cosas sin importancia.

Una vez quise que dirigiera el equipo del barrio en un campeonato de baby fútbol. Se negó con mil excusas. Al final accedió a una larga charla táctica para mostrarnos los puntos flojos de los rivales. En la final apareció en la cancha cinco minutos antes de terminar el partido. Cansados, deseábamos ir a penales. El tío Lalo, desde uno de los costados, hizo el gesto de pensar. Entonces, supe que perderíamos desde los doce pasos, que debíamos ganar antes de terminar, que el otro equipo lo sabía, que la picardía también juega. La pelota pasó cerca y en vez de dejarla salir por el agotamiento, la llevé hacia el área corriendo sin levantar la cabeza. Encaré al último defensor amagando para el centro y apenas estiró la pierna me revolqué sin dudarlo. Entre las puteadas de los rivales, el juez cobró el penal inexistente sin dudarlo. Puse la pelota en la mancha blanca. Llamé al Oveja Iriarte y le dije “pateá vos porque yo lo erro”. Se rio del cagazo casi llorando y después de acomodarla le pegó fuerte al medio y sin carrera. El arquero se jugó a la izquierda y no la vio. El tío Lalo fue una mano en alto saludando entre los gritos de la agónica victoria. Fue la última vez que lo vi.

A los pocos días, entre dolores musculares, fui hasta el negocio. Estaba cerrado. En casa me dieron excusas vagas, pretextos sin ganas. Pregunté por todas partes y conseguí hilachas de nada: Lalo se había ido con una mujer casada, Lalo debía guita a los quinieleros y por eso se fugó, a Lalo las cuentas no le cerraban y dejó un tendal de acreedores.

Pasaron tres o cuatro años. En casa se lo dejó de nombrar. Una tarde, caminando sin camino, me detuve cerca de la estación del Mitre para atarme los cordones. Un grupo de personas pasó apurado y subió al tren que se iba bufando. Entre los últimos vi su cabezota de pelo blanco, su espalda ancha, sus zancadas. Sin darse vuelta levantó la izquierda abierta para siempre. Solo en el andén, apreté al mundo entre mis manos vacías como un punto de partida.


Cosa de muchachos

Al final se lo dije. No sé por qué ni cuándo en realidad. Seguro fue después de un asado, cuando el moscardón de la tristeza obliga a bajar la vista sobre el papel blanco manchado de tinto, carne a medio comer, vasos tumbados, ensaladeras con sobras, y el purgatorio caliente de la siesta bajo los sauces. Antonio pareció no entender muy bien lo que acababa de oír hasta que se puso serio y clavó los ojos en el río allá lejos, con esa sonrisa boba de los boxeadores cuando reciben la piña previa a la caída, conscientes de la inocencia de la última gota.


El Gallego masticó una papa frita y dijo: “no hace falta decir todo lo que a uno le viene a la cabeza“

Claro que si ustedes lo hubieran visto jugar sabrían bien de lo que hablo, cuando las canchas se llenaban los domingos de bote a bote. Alrededor del rectángulo, una baranda de caño pintada de celeste o colorado, según fueran ellos o nosotros los locales, contenía, es una manera de decir, a la gente que empezaba a arrimarse con sillas o cajones desde la una de la tarde, entre el humo de los chorizos y los cigarrillos nerviosos. Los hombres, algunos con sombreros; los chicos, peinados a la gomina; las mujeres, riendo de dos o tres. La vida ingenua.

Esa tarde fuimos juntos, con quién otro iba a viajar hasta la cancha de Huracán para la prueba, sino con el mejor amigo, el hermano que no tuvo, el pibe de al lado, al que Doña Rita siempre estaba atenta, tan guacho que andaba todo el día: mi vieja trabajando de sirvienta, mi viejo todo el día en el frigorífico Smithfield. Antes de salir para los bailes yo lo pasaba a buscar por su casa y ella me llamaba al dormitorio para darme unos billetes en la penumbra con olor a cera y peinarme con la mano humedecida de pasada en la canilla del baño. Después, mientras se secaba en el delantal, nos despedía a los dos con un beso. A veces parecía que el hijo era yo.


Apenas cortó el motor de la heladera grande, Perico agregó: “ es preferible un amigo a la verdad cruda “ y todos rieron con gusto a cerveza como si hubieran entendido.


Fuimos en tren hasta Retiro, en esa época siempre arrancábamos de ahí para ir a cualquier lado, después ya no me acuerdo si llegamos en tranvía hasta Parque Patricios o si nos vinieron a buscar a la estación en una chatita los del club. Otras veces también fue así: iban levantando a los que se anotaban para probarse de los distintos lugares alrededor de Buenos Aires y llegábamos todos apretados en la caja como ganado, porque yo fui todas las veces con él, Doña Rita ni loca quería que fuera solo, a duras penas le daba permiso, ella decía que lo mejor para hacerse un futuro era estudiar y no andar corriendo atrás de una pelota todo el día.

Me dio pena verlo entrar al vestuario con esa humildad de los que no saben lo que valen. Uno se siente triste cuando sabe lo que va a pasar. El cuerpo encorvado como si le sobrara, el bolsito con los botines bien engrasados, los pantalones con la soguita y un pedazo de pan con queso envuelto en papel manteca para la vuelta. Doña Rita siempre pensando en todo.

Cuando lo vi sentado en el banco largo, solo, poniéndose los cortos, por un momento dudé mientras apretaba la plata escondida en el bolsillo que ella había envuelto en el mismo papel manteca, quién sabe si lo pensó.

El zaguero, un gigante de cara cuadrada, sabía bien lo que tenía que hacer la primera vez que él agarrara la pelota, sobran maneras de ganar la plata y hace rato que el hombre lo venía haciendo, naturalmente, a pedido del club o de quien fuera. Fue fácil entregarle el sobre en voz baja aprovechando la euforia nerviosa de los unos para ganarse un lugar y los otros por no perderlo si aparecía un tapado de algún pueblito como el nuestro, antes de entrar a la cancha.

Claro que si ustedes lo hubieran visto jugar sabrían bien que aquella tarde de mierda Doña Rita torció lo que debió ser con un golpe artero. Todo el mundo sabe lo que pasó después.


Después de un silencio largo, hablé yo: “Por eso es que al final le dije todo lo que me vino a la cabeza. Para que supiera de la culpa que siento desde entonces, muchachos. De todo lo demás, él se dio cuenta ese mismo día mirando el río”

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