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Máquina Schiavetta: Escritos detrás de las fotos

(Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud)

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1. La melancolía paga bien


Conozco a varias personas que lo niegan.

Unos cuantos días después de haber terminado el desalojo de la vieja escuela industrial, aquella de la Mazzini al fondo, cerca del río, de la capilla, del ferry, de la balsa, pareció que el olvido iba a comerse todo con rapidez.

Sobrevivían paredes de distinta laya, desde gruesos ladrillos con revoques más molduras, hasta delgadas láminas de chapadur que apenas sostenían su peso. Las aulas eran personas sin maquillaje que muestran, aterradas, su vejez. Al fondo aquellos talleres más grises sin nadie que los llenara de trabajos manuales. El cubilote lleno de fantasmas de humo, calor, metales fundidos, pretendía seguir guardando aquello que ya nunca existiría.

El busto del almirante Guillermo Brown todavía daba la cara aunque ya no se divertía con quienes le rodeaban la cabeza con una corbata o lo daban vuelta para mirar como avanzaba el futuro, hasta convertirlo en estatua de sal.

Tiempos breves, anteriores a las intuidas piquetas, pueden haber alimentado al protagonista de lo que quiero contar.

Una tarde soleada, el personaje bajo, de perenne traje, corbata, sombrero, detuvo su caminata para prender el cigarrillo que se permitía antes de sus grandes ideas. Sus pies, cerca de las persianas metálicas que habían dejado de soñar alumnos en el turno noche, zapatearon un poco por el frío de invierno. Levantó la mirada mientras hacía cálculos para saber cuánto tardarían en voltear aquella historia.

Esa misma noche, más fría, más oscura, se las ingenió para entrar forzando un candado, Recorrió el edificio llevado por su linterna, sonrió frente a donde fuera el bar con su carrito, decidió llevar a cabo su melancólica pirueta. Vaya a saber si fue de puerta en puerta de algunos ex alumnos, si envió a otros en su nombre. La oferta prendió y fueron sumándose interesados.

Concurrieron a la cita, un atardecer de colores claros, alrededor de cincuenta almas buenas, ansiosas de recordar su pasado, en algunos casos bastante cercano. Ingresaron por la puerta metálica lateral, formaron fila en el patio que iba haciéndose más angosto a medida que subía la edad del asistente. Cuando fue el momento justo, apareció quien los había convocado. Habló sin levantar la voz. Fueron entrando en cada abandonado salón de clase. Las voces brotaron espontáneas. Anécdotas variopintas, imitación de profesores y profesoras, hasta alguien pasó al frente para dar su lección de historia y quien confesó, avergonzado, que esta vez tampoco había estudiado.

En la puerta del baño, donde los hedores impidieron entrar pero no mirar, se leyeron las inscripciones de las paredes, se rememoraron los primeros cigarrillos. En los laboratorios recrearon viejas experiencias con humo, ruido y carcajadas. Por los talleres anduvieron cuidadosamente, porque las maderas del entrepiso crujían demasiado. En ciertas aulas volvieron a escaparse a través de un agujero en la pared, aún escondido.

Era noche cerrada y hablaban las linternas cuando se fueron antes de que algún vecino llamara a la policía pensando que robaban. Al irse, cada persona dejó billetes en el sombrero dado vuelta, agradeciendo emocionado la experiencia. No falló quien se llevó un trozo de madera con encastres de la carpintería, un pequeño busto de Sarmiento sin pulir, un cuaderno de asistencia con huellas de tazas de mate cocido.

Pocas semanas más tarde solamente la fachada quedó en ese planeta abandonado. Del personaje que contó plata hasta el amanecer, nunca más se supo. Eso alimentó la idea de que lo narrado no sucedió. Fue un invento.

Sé de varias personas que aseguran haber ido. Y una mujer me mostró el distintivo recuperado aquella noche, con sus iniciales y las de su novio de entonces raspadas con un alfiler.


2. El pasado no tiene apuro

Los dos, abrazaditos y sonrientes, tan jóvenes que hasta por momentos cuesta reconocerlos cada vez que aparecen ahí, en la puerta del Industrial del Bajo, aquel viernes 27 de junio de 1969, serían las once de la mañana. Aunque en realidad, la duda no es, no era, quién es ella, si no sobre quién era o es él. Esa incerteza había ido creciendo en los primeros años desde que apareció la escena, hasta que llegó un día, no es posible definir cuándo, en que nuevamente regresó la seguridad de que se trataba de Luis, definitivamente, como era obvio. La confirmación volvió para ratificar el sentimiento de angustia que cubría como una niebla aquella mañana única, y que esa inseguridad, justamente, la de no saber quién era él, no había que ser muy inteligente para descubrirlo, buscaba eliminar de un plumazo y exterminar a su vez el dolor clavado en el alma que provocaba la proyección repetitiva de los dos saliendo, escapando de la escuela, íntimos, deseosos.


Aparece frente al espejo y se acomoda el sombrero impecable que hace un rato eligió entre los que estaban colgados en el perchero del hall. Recorre con los dedos de ambas manos a la vez las solapas del saco del traje con la misma suavidad con que se verifica el filo de un cuchillo. Controla con el dorso de la derecha sus mejillas bien afeitadas en el rostro arrugado de piel blanca y saludable. Extrae el frasco de colonia en el pequeño armario embutido entre los azulejos a su izquierda, cuya pequeña puerta está cubierta por un espejo, echa un poco en el pañuelo y luego lo vuelve a acomodar prolijamente en el bolsillo superior del saco.


Apretados logran pasar por la puerta sin separarse. Dos chicos son, si hasta parece increíble, ahora parece, que pudieran haber ido desde ahí a revolcarse en una cama de esos conventillos mugrosos del Bajo, quitarse la ropa como habían aprendido en las películas y después quedarse a tomar mate con la dueña que freía buñuelos grandes como manzanas. Ahora parece increíble, por supuesto. Ahora todo parece increíble.


Va hacia la cocina. Camina despacio, como el viejo que es, con la seguridad de los que han hecho la misma cosa innumerables veces. La pava soplando vapor espera su mano cuidadosa que la levanta del fuego y vierte el líquido hirviente sobre el coladorcito cargado de hebras de té negro, mientras mira por la ventana a los pájaros amontonados en la parra cargada. Después va hasta el escritorio que está en la habitación de la calle, y en la penumbra abre el cajón y saca el revolver diminuto. Después, lo coloca en el bolsillo interior del saco y se prepara para salir.


Ahora va de traje por la calle como a una fiesta, inmortal bajo el sol de otra época, con el mismo paso lento dentro de la casa, como un sonámbulo va, pisando la sombra de los plátanos hasta llegar a la casa que conoce muy bien, esa que tiene el largo pasillo desde donde se percibe un fondo verde como una salvación allá atrás, donde esperan las figuras que conoce. Se mueve sin emoción, sin pausa. Y cuando asoma su cuerpo a la luz del sol ve a la mujer anciana sentada de espalda y a un hombre tan viejo como él más retirado, que mira hacia el fondo lleno de plantas. Entonces extrae el arma y dispara a la espalda femenina que no ha percibido su presencia, tampoco el hombre. Todo ocurre con resignación.


Griselda abre los ojos sobresaltada por los estruendos. La angustia súbita no la deja respirar, enciende la luz del velador y se da vuelta enseguida para verificar que Luis duerme a su lado ajeno a todo. Ahora se levanta y va hasta el baño, se mira en el espejo, acomoda el pelo revuelto de la noche. Con el dorso de la mano derecha acaricia sus mejillas aún tersas a pesar de las arrugas, se observa como una extraña. Después, con un gesto automático su mano tantea el frasco de colonia en el interior del pequeño armario embutido entre los azulejos a su izquierda, cuya pequeña puerta está cubierta por un espejo. Y ese gesto la empuja al pasado como desde un tren imparable que cruza la noche cerrada y al que ya no podrá regresar.

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