Días como flechas: ''Mary Mateo''
- Código Plural
- 7 jul 2018
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 9 jul 2018
Por Armando Borgeaud

Mary Mateo
Porque a ella le gustaría la idea de Bergman y Juarroz a su memoria, más que una flor. Mucho más que esta tristeza de extrañarla. Versión simple del mundo: el lugar que encontramos Versión más ajustada: el lugar que dejamos Versión perfeccionada: el lugar para buscar otro mundo Versión casi definitiva: el lugar de una ausencia Y otra más todavía: El lugar que nos prueba que ser no es un lugar Y la última versión: El mundo es el lugar para aprender que ser no necesita lugar Roberto Juarroz (Poesía vertical)
Siempre recordaré su aire adolescente de tez blanca y pecas. Esbelta, cabeza siempre levantada, gesto inglés a su pesar, ese modo de mirar de frente, entrecerrando los ojos como si algo más que el sol lastimara su sensibilidad de mujer inteligente. La voz suave, levemente ronca, por la que se esfumaba el remate irónico de su pensamiento en la sonrisa cómplice, la mirada vivaz, el silencio sutil antes de reanudar su divertida manera de decir.
Se aprende, no sin dolor, que son pocas las personas capaces de dejarnos algo permanente. Mary fue una de esas excepciones. En su casa de la calle Moreno enseñó inglés a varias generaciones con esa honestidad implacable de los que cumplen con su deber sencillamente. Comprometida con la responsabilidad adquirida, primero con los padres, cualidad que ha ido perdiéndose, conocía muy bien a cada uno de sus alumnos. Incapaz de fingir su disgusto ante quienes concurrían sin ganas, sabía golpear certeramente con el comentario mordaz, jamás indirecto. Con igual decisión acompañaba a los dispuestos a hacer el esfuerzo, inclusive cuando los resultados no acompañaban a la dedicación, con la seguridad de quien aborrecía la injusticia y brindaba confianza naturalmente. Al otro día de aquellos largas jornadas de exámenes con docentes extranjeros, en la reunión informal dónde se pasaba revista a lo sucedido, Mary parecía una alumna más, con alegría entusiasta ante los éxitos y la misma desazón por los fracasos cuando no se correspondían con sus pronósticos, que cada alumno conocía con antelación a la prueba aunque sin fatalismo.
Recién me animé a sentirla mi amiga pasados los treinta, cuando recurrí a su auxilio por razones laborales para mejorar el manejo de la lengua que Mary conocía en profundidad y por eso desvalorizaba con sorna frente a la compleja belleza del castellano.
Desde ese momento compartimos, con la misma predilección por la conversación franca, el fervor por los libros, la música, la historia, la política y el cine, esa pasión convertida en culto que la llevó a viajar a Buenos Aires durante años, una vez por semana, a ver los estrenos. Guardo en mi biblioteca sus espontáneos regalos surgidos de aquellas charlas, particularmente “ El cazador oculto “ de Salinger que mucho tiempo después de leerlo, comentamos largamente por teléfono. Apasionada y elegante, su inefable sentido del humor era mezcla exacta de flema inglesa y desfachatez argentina. Sincera, aunque incapaz de herir con su manera del ver el mundo, me parece que nunca supo cuan inofensivas resultan las convicciones cuando no se es capaz de hacer mal a nadie. Decidora con gestos más que con las palabras, mostraba esa ascendiente italiana que los anglosajones detectan inmediatamente.
Fina, especialmente en la manera de moverse y de lucir su aparente sencillez, tenía la paciente disposición de oír a los otros con atención. Cuando empecé a compartir con ella mis escritos, encontré, no solamente un entendimiento cabal de los textos, lo que siempre tranquiliza, sino también el reflejo enriquecedor de las experiencias propias que la palabra ajena desata cuando toca alguna cuerda íntima.
Como suele ocurrir, muchas veces dejamos de frecuentar a los amigos sin pensar que los años vuelan, sin metáforas. Cuando Osvaldo Croce y yo presentamos Fogaratas en La Quinta Jovita, nos volvimos a encontrar. La vi llegar hasta el grupo que nos rodeaba apenas concluido el acto, el libro preparado para la firma, esa inconfundible emoción juvenil como reconocimiento, ante todo, por la tozudez de la edición. No solamente brindó su opinión, también acercó el libro a quienes de otro modo no lo hubieran podido encontrar. Para una zarateña incondicional y por eso implacable ante sus lados oscuros, aquellas historias sirvieron de regalo justo el día de su cumpleaños.

Recuperado el contacto retomé las clases de inglés del modo soñado: leer autores admirados en su propia lengua. Durante aquel octubre confirmé su inagotable capacidad para indagar en los significados de las palabras hasta la última gota. La última vez que nos vimos conversamos sobre la muerte, cosa del destino. Atardecía en el corredor de la casa grande mientras nos despedíamos entre las sombras de las plantas. De a poco iba perdiendo la imagen de su rostro en la penumbra, como en un sueño. Hablamos con crudeza de lo pendiente por vivir, cada uno hizo un repaso rápido, nada extenso.
Esa noche volví muy despacio, tratando de recordar quién escribió que existe una raza de solitarios. Un año después, más o menos, al abrir el diario me puse a llorar.
Como decía Juan Carlos Onetti, lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas.
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