Comienza un nuevo ciclo de cine debate en Asociación Amigos de la Música de Zárate
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Comienza un nuevo ciclo de cine debate en Asociación Amigos de la Música de Zárate

El próximo Viernes 6 de marzo a las 19:30 hs en Moreno 132 de Zárate, dará comienzo el ciclo de cine debate del 2020 organizado por la Asociación Amigos de la Música. El programa anual consiste en la proyección de una película especialmente elegida, el primer viernes de cada mes.

La selección del material, la presentación y la coordinación del debate posterior, estarán a cargo de Armando Borgeaud.


La entrada consistirá en un bono contribución para la entidad organizadora. Para el primer encuentro se anuncia la película Kumiko, la cazadora de tesoros, origen Estados Unidos, rodada en el año 2014 y dirigida por David Zellner.


Se trata de la historia de una joven japonesa que decide abandonar la alienante atmósfera compuesta por un trabajo humillante, la soledad con que las grandes ciudades someten a los seres más frágiles, ( la tierna excepción en este cuadro es el afecto entre Kumiko y su conejo ) reforzada por una madre controladora que no dejará de hostigarla para que abandone su proyecto de independencia hasta el final. A dónde irá Kumiko en la búsqueda de su sueño imposible, el espectador conoce de entrada lo absurdo de esa búsqueda, a pesar de lo cual el relato no pierde su magia, es lo que la película se encargará de narrar impecablemente, incluyendo de paso un homenaje a la grandiosa Fargo, realizada por los hermanos Coen, muchos años atrás. Homenaje de otros dos hermanos, los Zellner, que además actúan en Kumiko


Se incluye a continuación una crítica escrita por Armando Borgeaud en el 2016


La maravillosa mirada de Kumiko

Por Armando Borgeaud

Kumiko, la cazadora de tesoros, es una película dirigida por David Zellner, filmada en Japón y Estados Unidos en 2014. Protagonizada en los papeles principales por Rinko Kikuchi, Shirley Venard, el mismo David Zellner y su hermano Nathan quien comparte el guión con David. La música pertenece a The Octopus Project, (compuesta e interpretada ), un hallazgo tan valioso como el filme en sí fue ganadora del premio especial del jurado en el festival de Sundance de 2014. Como ocurre en la búsqueda permanente de bellezas nuevas que nos ayuden a vivir, el autor de esta nota, no pudo evitar estampar de un tirón la mayor parte de las emociones que esta querida película viene generando en su ánimo desde que la descubrió casualmente, sobre la alfombra de un mantero en una calle de Campana, uno de estos días invernales de primavera. Si la ven por ahí, atrápenla como una mariposa, llévenla a casa, apronten la copa de vino entrada la noche. Comprobarán que el cine sigue vivito y coleando gracias a la generosidad de gente como los hermanos Zellner y, especialmente, por personajes humanos capaces de creer en serio, como las Kumikos de carne y hueso. Después me cuentan.


Kumiko es una mujer de veintinueve años de voz pequeña, mirada firme y convencida que va por el mundo envuelta en su aparente fragilidad buscando cumplir su sueño, todos tenemos un camino le dice a su jefe al que le cuesta mirar a los ojos, tal vez porque no valga la pena, cuando éste la acuse de no compartir el proyecto de vida del resto de sus disciplinadas asistentes. No hay nada más maravillosamente vivo en esta inolvidable película que la mirada de Kumiko, indagando con ternura nada ingenua a ese mundo que no está dispuesto a facilitarle las cosas. Es que Kumiko sabe prematuramente lo que muchos vamos aprendiendo entrando en la vejez: cuando no se puede hacer lo que se ama, la vida se convierte, tarde o temprano, en un infierno. La mirada de Kumiko huye temerosa de la alienación y la estúpida incomprensión que intenta sofocarla en ese Tokyo idéntico a New York, Madrid, Buenos Aires, o cualquier ciudad que en los últimos treinta o cuarenta años, han ido perfeccionando con crueldad su capacidad de fagocitar jóvenes ansiosos de un futuro falsamente seguro, como el aprendido desde chicos en la escuela, la televisión y el hogar, para luego escupirlos frustrados al mar de la superficialidad posmoderna, esa en la nos vamos hundiendo sin remedio.


Kumiko vive en Tokyo en un diminuto departamento junto a su fiel mascota, el entrañable conejo Bunzo, única criatura capaz de amparar semejante incomprensión de un contexto que no la registra. Incomprensión que irá transformándose, como no podría ser de otra manera, en locura, único refugio de los que se animan a despertar.

Kumiko tiene un humillante trabajo, en el que debe asistir, como quedó claro, a un gerente abúlico y autoritario, todas las oficinas del mundo se parecen, todos sus funcionarios también, que se siente obligado a aconsejar a la muchacha cuando la nota infeliz haciendo su tarea de secretaria que incluye mandados a la tintorería, servirle el té exactamente a su gusto, soportar el educado maltrato que incluye preguntas irrespetuosas sobre su sexualidad, su deseo de maternidad, su falta de ambición para un futuro al que todas sus compañeras, más jóvenes, están ansiosas de ingresar, algunas de ellas inclusive listas para reemplazarla cuando pierda la lozanía que evidentemente ya no tiene esa bella y distante mujercita.

Como toda verdadera historia, la vida lo es, la de Kumiko es un largo e incierto viaje en pos de un sueño que el espectador sabe perfectamente, aunque es posible que haya otras/otros Kumikos frente a la pantalla que lleguen hasta el final con alguna esperanza, que se trata de una aventura absurda. Y a esta altura sería bueno confesarnos quienes llegamos juntos hasta aquí: todo acto de amor, al fin, lo es.


No resulta esencial para el objetivo de esta nota, agregar que la quimera de la muchacha es encontrar la valija llena de dólares, parte del dinero resultado del secuestro, que en la película Fargo de los hermanos Coen, se sabe la religiosidad de los homenajes en el cine, es enterrado en la nieve, en esa interminable pampa blanca, protagonista central de esa película terrible y continua referencia en ésta, cada vez que Kumiko vuelve a ver la escena, en VHS primero, y luego en DVD, para detectar minuciosamente el lugar dónde el hombre herido en la mandíbula esconde una y otra vez el tesoro. Contar que Kumiko irá encontrándose en el camino de su búsqueda con personajes tan sufridos y solitarios como ella, que a su manera, la acompañarán en su trayecto, es tal vez lo más jugoso. Maternalmente, la anciana viuda que la recoge en su camioneta muerta de frío, caminando por el borde de la ruta después que Kumiko abandona el ómnibus descompuesto que la llevaría hasta su ansiado destino, no logra seducirla con la oferta de la habitación de su desagradecido hijo que la ha olvidado. El melancólico policía interpretado magistralmente por David Zellner, director de la película, que la rescata, otra vez en el camino, cada vez más ensimismada, aterida de frío en su obsesión, luego de escapar del hotel que ha abandonado sin pagar, donde ha pasado la noche. La ternura protectora de ese personaje, la promesa de llevarla, finalmente, hasta Fargo, luego de intentar persuadirla de abandonar la búsqueda, el beso con que Kumiko recompensa a ese hombre triste por el regalo de una campera y un par de botas en el supermercado. La escena en que Kumiko abandona a Bunzo en un vagón del subte, previo a su viaje a USA: el animalito acurrucado en el largo asiento, las puertas que se cierran mientras el coche se pone en movimiento, conmueve por su belleza conmovedora y resulta un acabado ejemplo de cómo eludir el sentimentalismo tan común, tan de nuestra época. Faltó decir que Kumiko tiene una madre. Que la llama continuamente al celular, perfecta metáfora de la ausencia resulta su voz vigilante y condenatoria, para preguntarle por el ascenso prometido, si está saliendo con alguien con vistas a casarse, si no le parece mejor volver a vivir con ella para ahorrar dinero para cuando llegue ese día. Que también le dice llorando que la extraña, típico impulso de la culpa cuando ya no importa. Más adelante, cuando su hija la busque desde muy lejos porque la necesita, la mujer se sumará implacable al coro que la juzga por saltar del mundo en movimiento.


El final, para quienes necesitan llegar hasta allí sin imaginarlo, tiene el efecto de la música de Piazzolla después de un día embrutecedor. Al fin nada es cierto, querida Kumiko, dan ganas de cantarle a la japonesita mientras se pierde entre la nieve lejana hacia su fin. Como en la canción que Cátulo Castillo le escribió a Discepolín. Nunca tan justa una referencia al tango en ese desierto blanco que la borra.

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